Balada de un taxista
- Interlatencias
- 19 may 2022
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Cuento Interlatente de Yael Hernández
El tiempo pasa muy rápido para Jonás, la mayoría de éste está dando de vueltas por la ciudad, sin rumbo fijo. Lo hace por trabajo, es taxista, todos los días sale a las 6:30 de la mañana de su casa y comienza una nueva aventura en una vida en la que ningún día es igual que el anterior. Otras personas saben a dónde van y dónde estarán la mayoría de los días, él no. Que no se confundan, no siempre es interesante, ni agradable, siquiera seguro, pero lo hace con gusto. De sus 60 años de vida lleva 15 siendo conductor de taxi. Gana lo suficiente para mantenerse, sus hijos ya no viven con él, uno ya está casado y es contador, el otro vive —si se quiere ver de ese modo— en el panteón, lo mataron por andar robando en el camión, no fue sorpresa para Jonás pues sabía qué hacía y para no verlo desperdiciar su vida lo corrió de su casa.
***
Subí al carro y lo prendí, estaba algo sucio, pero no tanto, aguantaba para la tarde. Siempre voy primero para donde se ponen las mamás con sus hijos, ahí saco algunos viajes, sobre todo cuando ya es tarde y les urge llegar rápido y por eso no agarran el camión. Ahí hay una, a esta ya la he subido otras veces.
—Buenos días, jefecita. ¿Cómo está?
—Bien señor, a la escuela porfa, ya se me hizo bien tarde por culpa de este chamaco. No se quiere tomar la leche y ahí tiene que estar una como su tonta rogándole para que se apure y hasta parece que hasta hace las cosas más despacio a propósito.
—Ya ve cómo son los chamacos, no les gusta la escuela y hay que estarle insistiendo. Pero tú échale ganas mijo, sino vas a acabar como yo —Rió para sí por aquel comentario— ¿Apoco no te gustaría comprarte lo que quieras?
Me acuerdo de una vez hace mucho tiempo, cuando apenas andaba agarrando el taxi, que por aquí había un chavo muy serio y seguido lo llevaba a la secundaria, lo subía su mamá al taxi no sin antes darle la bendición. Casi no hablaba, pero un día me animé a preguntarle: “¿tú qué quieres ser de grande, hijo?”. Se me quedó mirando raro y a los pocos instantes con una sonrisa en la boca me dijo, “voy a ser doctor”. Se me quedó grabada esa expresión y sus palabras, tan seguras, como pocas personas lo están de su futuro.
Y hace unos meses se subió un muchacho, me dijo a donde iba y era el mismo lugar donde recogía a ese niño. Pensaba decirle algo, pero él me ganó las palabra.
—Oiga señor, no sé si lo estoy confundiendo, pero creo que usted pasaba por mí en la secundaria, ¿se acuerda?
—Claro que me acuerdo, estaré más viejo, pero todavía me acuerdo de tu cara. ¿Cómo has estado?
—Muy bien, vine a ver a mi mamá., ya tenía un rato que no venía para acá. Qué cree señor, ya soy doctor.
También me acuerdo mucho de la primera vez que me robaron, lo bueno es que no me quitaron el carro, pero esa rata se llevó mi teléfono y mi dinero. Se subió como cualquier otro y me dijo para dónde iba, le temblaba una pierna y estaba serio, como perro regañado. Y de repente sacó la pistola y me la puso en mi costilla, nada más sentí un escalofrío bien feo en todo el cuerpo y ya de ahí no me acuerdo con claridad, sólo sé que le di todo lo que llevaba, me dijo que lo bajara en una esquina y antes de que pusiera un pie fuera me pegó con la culata del arma y me abrió la cabeza, pero bueno, gracias a Dios no me ha pasado nada grave manejando.
…Que irónico que mi hijo se haya ido por ese camino, dinero fácil a costa de quitarle a quién trabaja como mula para mantener a las personas que quiere, en fin, ojalá se haya arrepentido… ¿Le habrá dolido mucho a mi Javier?
***
En una ocasión hace un largo, largo tiempo, no mucho después de la muerte de Javi, Jonás pensó en llevar flores a su esposa. Sabía que la había abandonado, pero él se distraía de pensar en su hijo trabajando todo el tiempo. Llevaba ya tiempo pensando en lo que habían vivido, su primer beso en una estación del metro, su boda, sus hijos y cómo poco a poco dejaron de ser aquellos muchachos románticos para transformarse en fríos y cortantes extraños, él ya no recordaba sus labios, su piel, ni la pasión con la que se entregaban. En aquel entonces no tenía el taxi, no, se dedicaba a las telecomunicaciones. Y ese día pidió permiso para salir temprano de la oficina, pasó a comprar unos girasoles de esos que le encantaban a su mujer y sus chocolates favoritos. Iba dispuesto a conquistarla y fundirse con ella toda la noche, ahogando su pena en el placer, en volver a hacerla sentir amada. Abrió la puerta de la casa y sin esconderse siquiera, en medio de la sala, estaba su mujer arrodillada sobre la mesa de centro disfrutando de otro hombre.
***
—Sí señora. Yo la verdad es que andaba muy triste por aquel entonces. El divorcio fue una bronca bien grande. Ella no quería y me pedía perdón, pero al día de hoy no me saco esa imagen de la cabeza. Ya la perdoné, de vez en cuando me habla, pero ya no quiera verla, ya no tiene caso. Anduve de borracho un tiempo, discúlpeme la palabra, anduve valiendo madre un tiempo. Para distraerme un amigo me dio a trabajar un taxi que él tenía, se suponía que nada más era un rato, pero ya ve, me compré él mío. He ido cambiando de carro, pero este trabajo la verdad es que me gustó mucho.
—Oiga señor y por qué no se regresó al otro trabajo o buscó algo parecido. Me imagino que se ganaba más allá. Ah y aquí en el metro está bien, por favor.
—Es que en este trabajo no me siento tan solo.
FIN
Enrique Yael Hernández Mendoza. 20 años.
Interlatencias Revista
abril 2022
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