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CIRICA

  • Foto del escritor: Interlatencias
    Interlatencias
  • 16 jul 2023
  • 7 Min. de lectura
Cuento de Juan Ignacio Capozzi
 

Con motivo de haber oído, declamado en algún sitio, el discurso El Más Desdichado que leyera Victor Eremita ante los Συμπαρανεκρομενοι, comencé sin perder tiempo a buscar, de entre todos los hombres y mujeres, a aquel hombre o mujer que, potencialmente, fuera merecedor o o meretriz del título de Ser Más Desdichado; premio acompañado de una tumba en la catedral de Worcester. Quien haya visto la tumba del Rey Juan en ésta catedral comprenderá el honor que representa este entierro.


Considerando esto, emprendí la búsqueda. Inicialmente concentré mis esfuerzos en personajes ficticios que se ajustaran a los puntos descritos por Eremita. Esta parte del proceso tomó al menos dos décadas. No era dado a la ficción, y tuve que ponerme al día con las grandes narrativas de la literatura, enterarme de las vicisitudes de tal o cual personaje; revisar los autores del canon, tragarme, a puro mordisco agrio, todas las tragedias escritas por la humanidad. Me vi en la necesidad de releer gran parte de lo una vez leído, pues desde pequeño había mostrado mayor interés por el desarrollo de mi cuerpo por sobre el de mi mente y, durante ese primer par de años tortuosos, las palabras que leía y formaban parte de mi lengua materna carecían de sentido combinadas sobre el papel. Avanzaba con dificultad, obteniendo poca satisfacción de mi avance.


Mientras este cambio transcurría, mis compañeros de deporte comenzaron a presentarse en mi casa durante las tardes, buscando sacarme de mis estudios. Insistieron, pese a mi renuencia a salir, y a mi habilidad para evadirlos, hasta que un día, sin otra salida, tuve que invitarlos a pasar. Para este punto, había concluído que, siendo el miserrimum sepulchrum un sitio de descanso real, en su interior debían ser enterrados huesos reales. Mi investigación, entonces, se había tornado, cosa despreciable para mi, hacia la historia. Fue con desprecio, entonces, que me aproximé a cada una de las nueve musas de Heródoto, mi departamento repleto de pared a pared de manuales de historia, diarios y biografías. Al ver los volúmenes, y el estado general de mi residencia, mis amigos no volvieron a presentarse. Durante los siguientes meses mi cuerpo perdió masa; cobró una debilidad que no le había conocido desde que era niño.


Cada vez que estaba seguro de haber encontrado el ejemplar más desdichado de la humanidad, me veía evadido. En este punto, y convencido de que nadie en la historia podía vivir tiempos más desdichados que los míos, decidí, asegurado de mí mismo, que la búsqueda tendría más éxito entre mis contemporáneos. Busqué entre mis conocidos, parejas, familia. Me encontré a mis antigüos amigos en un bar y les expliqué por qué me parecía, cada uno de ellos, una persona más desdichada que feliz. Creyeron, tal vez no tan equivocados, que los estaba llamando infelices. Cuando desperté en el hospital, una contusión cerebral y varios dientes perdidos después, la única persona sentada en la sala conmigo era mi abuela. Mi órbita ocular estaba fracturada. Mi abuela, apasionada de la ópera, había puesto en el pequeño radio de la habitación del hospital Don Giovanni y, con amarga sorpresa, noté que la comprendía. Comprendía no solo el idioma italiano, cosa terrible, sino la historia misma, tan cercana a la mía; de constante búsqueda contaminada por absoluta falta de satisfacción.


Recordé, entonces, viendo a mi abuela junto a mí, una historia familiar que me había relatado hace décadas, en esa niñez cuando disfrutaba las tardes corriendo por el barrio. Alguna travesura infantil terminaba en el pequeño cuarto de mi abuela como castigo, escuchando, durante horas, su voz hilar palabras hasta que no podía hacer más que preguntarme de dónde salía tanta madeja.


Mi chozna, eso es mi abuela en quinto grado, la madre de mi tatarabuela, Cirica Orozco, era la hija única de un adinerado terrateniente en la provincia de Neuquén. Durante el tiempo del que estamos hablando, quien vivía en el campo lo hacía a merced de sus armas, sin otra posesión que aquello que podía proteger como propio. Los gauchos, esas míticas figuras de la literatura argentina no eran más que bandidos, ladrones de ganado y asesinos en la noche. Las tribus indígenas, aún activas en el sur de la república, eran un peligro temido hasta en la capital, contaba mi abuela.


Cirica, mi chozna, sin embargo, había nacido y crecido en privilegio de la vida de alcurnia, tras los muros de la quinta de mi abuelo, sin conocer esos elementos más desagradables de la sociedad. De la protección paterna había pasado a la protección de su esposo, un Luciano del que se ha perdido el apellido. Nacería, de su unión, un varón del que se ha perdido también toda información. Para mi chozna sería el orgullo de su vida, cuidando de él mejor de lo que, en esa época, y en ese lugar seco y olvidado por el progreso, una mujer de alta sociedad cuidaba de

su hijo. Él, que ya no será mencionado, una vez crecido emigró a la ciudad, se olvidó de ella y no volvió a pisar, durante su vida, la provincia donde había nacido, olvidando, en unos pocos años, el rostro de su madre.


Cirica envejeció y un fatídico día, como suele suceder, la tragedia se hizo presente. Algún cacique mapuche, en algún conjunto oloroso de chozas de estiércol y paja, decidió que no poseía suficientes caballos, o mujeres, o ambos. Lo cierto es que atacó, junto con su tribu, el poblado y la cercana quinta de Luciano, matando hombres, niños y perros. Escaparon con los caballos, todo aquello valioso que pudieran cargar, y un grupo de más de veinte mujeres entre las que se encontraba Cirica. Durante casi tres meses, que se dicen rápido, fue violada repetidamente, hasta que un grupo de familiares dio con la tribu, capturando y fusilando hasta al último de ellos. Es claro de observar, incluso hoy en día, que los habitantes de las ciudades de lo que alguna vez fue el Virreinato del Río de la Plata poco interés tenían en cohabitar pacíficamente con las tribus nativas.


Cirica regresó, pero no regresó sola. Uno de esos hombres de temperamento agresivo y piel resquebrajada por el sol le dio una segunda oportunidad en la maternidad. Mi chozna, bendito sea su corazón, no era la misma tras lo vivido. Algo la había desencajado del curso normal del tiempo, ni aquí ni allá, solo esa impávida estatua de semblante serio, con un dolor tallado desde las profundidades del rostro que esconde un sufrimiento infinitamente más profundo.


Limpiaba las casas de las señoras que, años antes, eran sus inseparables amigas, y ahora la veían con desprecio, la mácula de las manos y el sexo de un salvaje aferrándose a su cuerpo como un aura de pecado.


Cuidó de ese hijo bastardo enseñándole, en silencio y con ejemplo propio, a soportar las burlas del mundo. Tal vez por esas burlas, quizás por el carácter de Cirica, no fue sorpresa para nadie cuando ese hijo menor comenzó a tener comportamientos fuera de lo común. Cuando la mujer se presentó, llorando, golpeada y con las ropas rasgadas, en la comisaría del pueblo, uno podía escuchar, ya lo veía venir, por todo el pueblo. Al fin, el hombre tenía sangre salvaje corriendo por las venas; si algo sabemos es que la sangre de los cobardes, los locos y los

degenerados es espesa, y difícilmente se diluye. La de los héroes, por el contrario, rara vez se presenta y se disgrega fácilmente. De aquí el exceso de los primeros y la falta de los segundos.


Al hijo bastardo de Cirica lo persiguieron dos pueblos. Cuando lo atraparon, unas semanas después, había abusado sexualmente de otras tres mujeres, repetidamente y a base de amenazas, escondido durante ese tiempo en un granero abandonado en las afueras de uno de los pueblos. La historia se repitió, y el producto de una de estas abominables uniones resultó ser el antepasado de cierto escritor latinoamericano contemporáneo. Lo encarcelaron, al hijo bastardo, lo acuchillaron varias veces en la prisión, a lo cual sobrevivió, y finalmente lo ahorcaron, en su celda o en el patíbulo, este dato se ha perdido en la historia. Cirica, al reconocer el cadáver, hinchado y con el rostro morado, no derramó ni una lágrima. Se limitó a asentir, su rostro solemne, como si lo que tenía ante su vista fuera el resultado de algo que había profetizado desde el nacimiento de la criatura.


Los siguientes años pasaron fugazmente, como pasan para aquellos que han sido olvidados. Ya sin voluntad de limpiar la mugre de los demás, al parecer sin reparo de acumular la propia, se dedicó a mendigar, lo que le quedaba de vida, en la puerta de la tienda del pueblo, el cuello repleto de ronchas producidas por las picaduras de piojos y pulgas. Una noche, tal vez ignorándolo, tal vez no, se quedó dormida en las vías del tren, recién construidas en la llanura, y lo último que alguien vio de ella fue el desastre que tuvo que ser recogido la mañana siguiente.


Pensaba proponer a Cirica Orozco para ascender al título de Ser Más Desdichado, y proceder a ser enterrada en la tumba en cuestión. Recordé, con tristeza, que sus restos fueron arrojados a una fosa común; no una de esas fosas en las que un forense puede rescatar este o aquel trozo de hueso de entre los restos, sino de esas fosas en las que los cuerpos descansan bajo el sol a merced de perros y otros animales de carroña.


Así me encuentro una vez más, sin respuesta, leído y escrito, estudiado y formado. Me encuentro, al final de otro camino, sin salida clara, erudito sin deseo, utilidad o recompensa de serlo. Los libros que he leído, los viajes que he emprendido, el conocimiento que he obtenido, cada uno un paso más lejos de mi felicidad, una gota más de infortunio. Todo esto por haber escuchado, tal vez, lo confieso, no bajo ese nombre, la historia sobre el Ser Más Desdichado.


 
Juan Ignacio Capozzi

Mi nombre es Juan Ignacio Capozzi. Soy actual estudiante de doctorado en Filosofía en la Universidad Iberoamericana, con títulos de licenciatura en psicología y maestría en Filosofía de la misma universidad. Mi interés se centra en clásicos grecolatinos, filosofía nietzscheana y métodos experimentales y no convencionales de escritura en filosofía, con particular énfasis en la exploración del espacio liminal entre disciplinas.

 

Interlatencias Revista

julio 2023



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