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Crónica de un viaje

  • Foto del escritor: Interlatencias
    Interlatencias
  • 29 dic 2021
  • 7 Min. de lectura

Por: Andrés Ramírez



Después de un pandémico año, la Feria Internacional del Libro de Guadalajara regresa. Anteriormente había asistido en dos ocasiones, 2018 y 2019, y el contraste entre las ferias de esos años con la del año actual fue una constante sensación de sentimientos encontrados. La FIL dura poco más de una semana, del 27 de noviembre al 5 de diciembre, en la que además de la exposición para compra de libros, también se tienen otras actividades como conciertos, presentaciones de libros o pláticas con los autores, además de algunas ventas nocturnas, entre otras cosas.

En cada edición de la FIL se elige un país invitado de honor, en este año fue Perú. Más adelante hablaré de los artistas peruanos que se presentaron en el foro al aire libre de la Expo Guadalajara, por ahora contaré que el stand peruano fue el que más me ha gustado de los tres que he presenciado. La selección de libros, temas y autores peruanos fue muy variada, además de contar con una sección en la que podía comprarse artesanías del país latinoamericano a los artesanos mismos. Me parece necesario mencionar, a modo de agradecimiento, a mi tío Rene quien me llevó por primera vez a la FIL y a partir de ahí siempre me ha invitado.


Ahora, déjenme regresar un poco y retomar la sensación agridulce de la FIL porque era notorio el golpe que la pandemia tuvo y tiene en el sector editorial. La FIL presenta una oportunidad enorme, sí, para los gigantes editoriales, pero principalmente para las editoriales medianas, independientes o las que apenas empiezan y quieren mostrar su trabajo; en ese sentido se buscaba aprovechar todo el espacio posible para la ubicación de los expositores. En esta ocasión se necesitó llenar espacios, ya que muchas editoriales no sobrevivieron la pandemia o no están en la posibilidad de darse el lujo de hacer la inversión del viaje, por miedo a no poder recuperarse de ésta. El lado cálido y feliz de todo esto es que la FIL volvió a abrir sus puertas; lo trágico es el choque de realidad con la desaparición de proyectos: la crisis económica de estos emprendedores reflejada en el espacio vacío.


Esto que escribo no busca ser solamente una descripción comparativa de lo que fue y es ahora la FIL de Guadalajara, sino que tiene como intención abarcar las vivencias colaterales de las que la FIL puede ser pivote. La FIL por sí sola ya cuenta con una propuesta cultural extensa, sin embargo, me parece que es una gran oportunidad para conocer regiones vecinas y, por lo tanto, escuchar a la gente que vive en ellas, conocerlas.



El 27, de mañana a noche, fue dedicado a la compra de libros y cerró con un concierto de un grupo peruano llamado Novalima, con una propuesta musical muy interesante que consiste en la fusión entre música afroperuana y electrónica. Aunque el foro no estaba lleno, la gente disfrutaba de los ritmos graves y de las percusiones de la música en un ambiente de fiesta y baile.


Al día siguiente se dedicaría a visitar algunos pueblos y lugares históricos. La primera parada fue el Santuario de Santa Ana. Ahí se celebra al santo Toribio Romo quien fue sacerdote durante la guerra cristera. Ríos de devotos subían las calles en dirección a la iglesia, construida en el lugar en el que alguna vez estuvo la casa del sacerdote, buscando el milagro del Santo Toribio. Fueron varias las cosas que me sorprendieron, una de éstas fue una foto al interior de la iglesia en la que se retrataba al cadáver de Toribio en lo que parecía el velorio de este. Tenía una descripción escrita en la que se mencionaba que después de que los federales ejecutaron al sacerdote, habían arrojado su cuerpo afuera del palacio municipal de Tequila. La sangre le brotaba de sus heridas y la gente se acercaba a tocarla, porque era sangre santa. El santuario reunía gente de todos lados de Jalisco y también de México, aunque admito que me sorprendía el poco uso del cubrebocas por la gran mayoría de los peregrinos.




Del santuario quedan dos pueblos cercanos, Jalostotitlán y San Miguel el Alto, además de una zona arqueológica que aún está en excavación pero que tuvimos la fortuna de entrar, y desde donde se puede tener una gran vista del valle. Nosotros nos movimos a San Miguel para buscar un lugar para comer y ya en el pueblo nos pusimos a hablar con el que alguna vez fue el cronista del lugar, un hombre joven, de unos cuarenta y algo, muy acicalado y que dirigía una tienda de productos de cuero. Él había y sigue investigando sobre su pueblo, recopilando información principalmente sobre la guerra cristera, todo enmarcado en una postal inusual, pues, yo, como joven de la ciudad cuyo único referente es el de profesor universitario investigador ostentando un gran rango en el sistema de investigación y no como un vendedor de cuero que investiga por mera pasión sin la búsqueda de alguna aprobación académica. En él se observa el gusto y la pasión por conocer su pueblo y, quizás más importante, mostrarlo, buscando que quede registro impreso de la historia del lugar y no sólo en archivos. No sería el único cronista que conoceríamos. Al siguiente día hablaríamos con otro en un pueblo relativamente cercano. También conocimos las catacumbas en las que está la cripta de Victoriano Ramírez “El Catorce”, un general cristero.


Comimos en San Miguel y con las pinceladas del sol al atardecer regresamos a Guadalajara para hacer las últimas compras y entrar al concierto de la noche. Una vez allá y con las compras en bolsas nos dirigimos al foro a escuchar a Sylvia Falcón. Ella fue una de las invitadas en el concierto de Novalima y lo particular de esta artista es la voz que tiene, su estilo y cómo se fusionan con la música regional peruana. Quiero decir, su técnica de canto es perfecta, como si de ópera se tratara, más la música en la que se desenvuelve es la música andina, creando una mezcla sorprendente. El ambiente fue distinto al creado por Novalima, en este fue sorpresa, incredulidad quizás de la voz y la propuesta musical de la peruana sin que el ánimo decayera, al contrario, la gente pedía escuchar más, que no se acabara.



El lunes 29 era el día de regreso. No había una ruta clara, era más la intención de conocer algún lugar que se cruzara. Después de desayunar decidimos ir al pueblo de Atotonilco, ubicado también en los Altos de Jalisco. El día era radiante, habían sido, de hecho, días cálidos con cielos despejados y noches frescas. Una vez en el pueblo, fuimos directamente a hablar con el cronista del pueblo que había conocido mi tío en un viaje anterior. Me había dicho que era peluquero de oficio y de eso vivía, pero que había escrito algunos libros y que era investigador. Esperaba que fuera como el cronista de San Miguel, incluso un poco más avanzado en edad y mi sorpresa fue totalmente inesperada. La peluquería era pequeña, un cuarto con espacio para un sillón largo, otros tres muebles y una silla del peluquero. Entrando del lado izquierdo se encontraba su escritorio, la impresora estaba trabajando, sacando páginas de sus libros, tenía una computadora portátil conectada con un monitor en el que estaba el archivo que se imprimía. En las paredes se encontraban colgados reconocimientos, una carta de un integrante de una institución renombrada en México que validaba el trabajo de investigación que realizaba el señor Juan Ramón Ramírez y también algunas fotos con funcionarios públicos. Al lado derecho del cuarto estaba su taller, que consistía en una mesa alta donde estaban una compresa, una guillotina, portadas dobladas de sus libros, pegamento y otros materiales. Y si, por si aún hay dudas, él escribía y manufacturaba sus propios libros.



Estaba maravillado por todo lo que estaba sucediendo al mismo tiempo: cortaba el pelo mientras imprimía su libro, hablaba sobre la guerra cristera, preguntaba cómo quería el corte la persona y checaba archivos en su computadora. No me puedo cansar de decir que el señor Juan Ramón se mostraba siempre muy amable, con gran carisma, saludando a todos los del pueblo que entraban. Y es que no nada más estuvimos en el taller/peluquería, sino que nos llevó al museo del pueblo que se ubica en la antigua estación de trenes y a un museo/tienda particular que todavía está en el proceso de organización.


Una de las razones por las que quise escribir este texto fue por el señor Juan Ramón porque tal fue mi sorpresa por el contraste de lo que yo asumía, erróneamente, del trabajo de investigación y del investigador, como tal, que tenía que escribirlo. El entusiasmo que vi en él pocas veces lo he visto, ni siquiera en los profesores de carrera, y es que no era sólo entusiasmo por la historia de su pueblo o de los cristeros, sino que estaba englobado por la sencillez, humildad y el gusto de escribir e investigar sin aspiraciones a ser un investigador tipo no sé qué, de los que tanto aprecian las universidades y otras estancias. No es que esté mal aspirar al reconocimiento, es válido, sin embargo, creo que el apoyo para investigadores apasionados como el señor Juan Ramón simplemente no está. Está perfecto que esta institución renombrada lo reconozca, pero quizás sea mejor mostrar otro apoyo más allá de un reconocimiento.


Quise contar todo lo anterior para tratar de demostrar, por un lado, que la FIL es un gran punto de partida de la que se puede partir para viajar a algún otro punto turístico en Jalisco, o más lejos si se tienen las ganas y voluntad; y por otro que la cultura no sólo se encuentra en los libros, son importantes y un medio para la propagación de esta, sí, pero la cultura también está en los caminos de los pueblos, en las carreteras y sus paisajes, en las personas y sus historias y en los lugares que menos esperamos. Por lo tanto, aunque quizás sea muy tarde para visitar la FIL de Guadalajara de este año, los invito a que se animen a visitarla. Esperemos que el siguiente año nos reciba con mejores noticias, al menos en la mayoría.


Y si es así, vayan a la FIL.



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