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Cuando el silencio susurra

  • Foto del escritor: Interlatencias
    Interlatencias
  • 29 dic 2021
  • 6 Min. de lectura

Actualizado: 4 ene 2022

Por: Arturo Gálvez




Era una tranquila tarde de octubre en la Ciudad de México. Angélica volvía a su departamento, apresurada como todos los días. Apresurada pero no distraída, caminar en esta ciudad significa estar siempre alerta. Dirigiendo la mirada continuamente de manera disimulada hacia los extraños que pasaban por las cercanías. Buscando cualquier señal que pudiera revelar un peligro, en los autos, las esquinas, los callejones o los rincones.


Pero esta vez, un par de cuadras antes de llegar a su destino, se detuvo. Frente a ella se alzaba un muro de ladrillo que dividía la zona residencial de la calle, su uniformidad había sido destruida hace mucho, por la aparición de una profunda grieta.


A alguien que no conociera la historia de aquel lugar le habría parecido un detalle sin importancia, pero Angélica sabía que esa enorme marca era un testimonio. Aquel muro, en su silencio, compartía un relato. Le hablaba de un día en el que un temblor destruyó miles de vidas. La hablaba a través de esa boca tenebrosa y retorcida, una grieta, una herida, una de las muchas cicatrices que uno le puede encontrar a esta vieja ciudad.


Angélica permaneció unos instantes más frente a ese muro, en su mente fueron apareciendo las fotos que alguna vez había visto de la tragedia, junto con las palabras que le llegaron desde revistas y periódicos. Recordó aún con más claridad el testimonio de sus padres y sus abuelos, que vivieron durante aquellos tristes días. Continuó recordando hasta que llegó a su edificio.


Mientras subía las escaleras podía escuchar una tenue música que llegaba desde uno de los departamentos. Venía del hogar de Doña Teresa, mujer ya anciana a la que tenía un gran respeto y cariño. Al pasar junto a su puerta reconoció la letra de una canción de Javier Solís:


Sombras nada más

acariciando mis manos

sombras nada más

en el temblor de mi voz.



La melodía llegó a su mente y encendió el recuerdo de un domingo, o más bien varios domingos en casa de su tía abuela, llamada Consuelo. Días serenos amenizados por música como esa, letras melancólicas y amorosas, cantadas por seres apasionados cuyas voces le llenaban el corazón de sentimiento. Angélica sonrió.

Hacía ya un par de semanas que no hablaba con doña Teresa, prometió tomarse un tiempo para visitarla, después de todo, aquella mujer encorvada por el peso de los años la trató con gran amabilidad cuando recién se mudó, a inicios de junio. En realidad, era la única vecina con la que había logrado mantener una conversación interesante. Doña Teresa había vivido en aquel apartamento por casi cincuenta años y disfrutaba enormemente contando la historia de la colonia. Durante las desocupadas y largas tardes de verano la buena señora llenó la mente de Angélica con sus narraciones, el día que la grieta apareció en el muro era solo una de sus incontables anécdotas, memorias de lo que aquella venerable mujer fue testigo. La anciana hacía esto tan bien que a la joven no le molestaba que algunas de las historias se repitieran de vez en cuando.


Doña Teresa hablaba de sus propias experiencias con mucho gusto, pero disfrutaba enormemente compartiendo cosas que le fueron llegando de otros residentes de la zona. Chismes, anécdotas, dramas familiares, todo bien adornado e imbuido de nostálgica pasión. Pero sus favoritos eran los rumores en torno al edificio y sus inmediaciones, visiones de ensueño y pesadilla, historias sobre inusuales ruidos nocturnos, sobre susurros y sombras.


Su tía Consuelo también solía contar historias de fantasmas, la mayoría protagonizadas por parientes lejanos que habían asegurado ver objetos moviéndose por sí solos, haber escuchado pasos en el techo o en solitarios pasillos. Pero una le había ocurrido a ella, esa no solía contarla. Angélica sólo la escuchó en una ocasión, la tía estando sola en su habitación escuchó la voz de un amigo hace mucho tiempo fallecido. Ella aseguraba que aquello no era como escuchar a una persona hablar, no sabía bien cómo explicarlo. Decía que era como un eco que no venía de ningún lado, como escuchar un pensamiento, como escuchar al silencio, si el silencio mismo tuviese una voz. La primera vez que escuchó aquella anécdota la pequeña Angélica, algo confundida, le dijo “Tía, no lo entiendo ¿cómo va a hablar el silencio?”. La tía no contestó, solo se quedó mirando hacia ningún lado.


La verdad es que Angelica tenía temores más terrenales, sobre todo cuando llegaba la noche y las calles de la ciudad, pobremente iluminadas y solitarias, se sumían en un engañoso silencio. Temerle a los que ya se han ido nunca le pareció tan lógico, sobre todo viviendo en un lugar donde hasta las entrañas de la tierra eran un peligro más que tangible. La idea de tener que afrontar la fuerza de un sismo estando en un cuarto piso le había arruinado más de una noche.


Ya en la seguridad de su habitación, y después de darle varias vueltas al asunto, Angélica comprendió por qué ese muro agrietado se negaba a salir de su mente. No solo se trataba de una curiosidad dejada por un acontecimiento ya muy lejano, era una señal de advertencia. Una fisura, una cicatriz, una marca de violencia, una puerta, era como si aquel lejano acontecimiento se estuviera colando hacia el presente desde esa oscura y desalineada abertura.


Estaba tan centrada en sus reflexiones que estuvo a punto de no escucharlo. Empezó siendo casi un suspiro, como el rumor del viento en una noche serena, apenas audible. Angélica silenció por completo su mente, luego se volvió a relajar, convencida de que aquello no era más que uno de los tantos ruidos que aparecen todas las noches y que la imaginación suele dotar de perturbadoras implicaciones. Pero el suspiro en vez de desaparecer se repitió unos segundos después, continuó haciéndolo hasta que se fue transformando poco a poco. Unas cuantas letras fueron apareciendo, luego el esbozo de una palabra que la joven finalmente pudo percibir junto con un escalofrío: escóndete.


Angélica permaneció paralizada, hasta su respiración se detuvo por un instante mientras su corazón acelerado intentaba hacerla reaccionar. Su mente, desesperada, trabada de explicarle que no podía haber nadie en la habitación, pero la voz seguía repitiendo su advertencia con una claridad indiscutible: ¡ven, escóndete!

No había manera de negarlo, una voz venía del closet. Angélica reunió fuerzas para levantarse de su silla.


Alcanzó a articular con esfuerzo. - ¿Quién está ahí? - La voz no le respondía, solo repetía su mensaje cada vez con más urgencia. Finalmente, la joven poco a poco fue reuniendo valor para acercarse. El closet solo estaba a unos tres pasos, pero ella sintió que tardaba una eternidad en avanzar. Cuando por fin se encontró de pie ante las viejas puertas de madera sus manos le temblaron ligeramente por unos segundos antes de abrirlas rápidamente con decisión.

Adentro no había nada más que ropa, o al menos eso parecía. Pero después de unos cuantos efímeros segundos de alivio la voz con total claridad exclamó: ¡Rápido, ahí vienen!


Apenas y tuvo tiempo para procesar lo que escuchaba porque el sonido inconfundible de unos pasos comenzó a acercarse a la habitación desde el pasillo. Casi por instinto ella se metió a toda prisa en el closet y se acurrucó en el fondo. Escuchó con horror como algo entraba y comenzaba a inspeccionar el cuarto. Permaneció así por unos instantes, llevándose las manos a la boca, tratando de calmar su respiración, intentando no hacer ruido.


Entonces los pasos se detuvieron frente al closet. Las puertas se abrieron dejando entrar la luz, la habitación vacía parecía estar completamente en calma. Pero un estruendo, tan repentino que la hizo cubrirse los oídos y cerrar los ojos, rompió esa ilusión de tranquilidad. Le siguió otro y luego uno más. Después solo hubo silencio.

Pasarón cinco minutos antes de que Angélica saliera del closet. Su habitación estaba tal y como ella la había dejado, incluso la puerta estaba cerrada. Volvió a revisar el closet y justo en el sitio donde había estado apoyada vio tres agujeros de bala en la pared. Otra pared arruinada por donde el pasado se había colado hacia el presente.

Esa noche Angelica permaneció despierta, llamó a sus padres para avisarles que volvería con ellos por un tiempo. También decidió que lo primero que haría en cuanto tuviera tiempo sería hablar con doña Teresa, ella le creería.


Aún se sentía agitada, su cuerpo entero retumbaba. Abrió su ventana para fumar y para sentir el aire en la cara. Afuera todo estaba en silencio, así es, era una noche tranquila en Tlatelolco.



 

Interlatencias Revista: Latente

Diciembre 2021

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