El suplicio de Schrödinger
- Interlatencias
- 25 nov 2022
- 5 Min. de lectura
Cuento Interlatente de Luz Alí Sánchez Cisneros
Alexander despertó con el frío del sudor recorriéndole la espalda, las ojeras comenzaban a perfilar un círculo negruzco indeleble en sus ojos, para aquel momento ya parecía salido de un manicomio. Llevaba seis días intentando dormir sin pasar de las tres de la mañana. Siempre era lo mismo, un eco incesante: él contra el beso frío de Beatriz. Primero sentía el peso de una rodilla sobre la cama, después algo tan pequeño como una mano apoyada junto a su hombro, seguida del tacto brioso de una mano girándole la cara hasta dejarlo boca arriba, un susurro besaba sus labios, era entonces cuando abría los ojos de golpe y se encontraba con las pupilas enormes de aquel fantasma hecho mujer.
Cuando empezó el suplicio le ganó el miedo y recurrió a la estrategia de su infancia. Amaneció envuelto de pies a cabeza en la sábana. Se convenció a sí mismo de haber sufrido una pesadilla demasiado vívida, hasta que cayó la noche del segundo día y todo se repitió. Estaba harto de levantarse momificado, sintiendo el abandono de su cordura conforme pasaban las horas. Aquel sexto día estaba decidido a confrontarla, fuera lo que fuese realmente, estaba cansado de no dormir. Llegó la madrugada pero no Beatriz. “Ya son las tres, ¿y mi beso de buenas noches?” Preguntó sin respuesta, buscó el reloj junto a su cama, prendió la lámpara sobre el buró y se sentó esperando una señal, aunque fuera insignificante, de que no estaba solo. Nada. “¿Ahora sí me dejarás dormir? ¡¿Eh?!...Te estoy hablando a ti. ¡Triz! ¡¿Me oyes?! ¡Te estoy esperando, Beatriz!” Alexander se arrebató las sábanas que lo cubrían desde los pies hasta la cintura, saltó de la cama con la mirada en todos lados sin saber a dónde ir.
El carro salió de la curva cerrada, aquella con fama de estar embrujada con el alma de sus víctimas, pero quien manejaba esa ocasión no era un mal conductor sino una mujer plagada de rabia, tenía el corazón destruido y no le importaba hacer lo mismo con el camino; apoyaba el acelerador con mayor fuerza, asfixiando el volante con las manos; la neblina le empañaba la vista a los faroles, pero siguió sin miedo con los ojos clavados en él, en sus manos recorriendo la cintura dentro de un vestido indiscreto para alguien tan joven, tenía la misma edad que Beatriz cuando lo conoció. “Maldito bastardo” fue lo primero pensó. Pero la rabia la enmudeció y su cuerpo se clavó al piso mientras sus ojos penetraban la sonrisa de oreja a oreja que Alexander le dedicaba a su alumna a escasos metros de la facultad. El conejo decidió hacer lo mismo que ella y cruzó la curva de asfalto sin preocuparse por el resto del universo que existía a su alrededor.
“Un punto de impacto en donde se encuentran dos fuerzas marcan de por vida a quienes reciben la onda expansiva, repitiéndola incansablemente. Tú impactaste conmigo, Triz, ahora lo sé. Por favor, te lo pido, dime qué quieres de mí, ¿qué necesitas para irte tranquila? Si en verdad estás aquí dame una señal, por favor, dime que no estoy perdiendo la cordura”. Despertó con la sangre recorriéndole la frente. El parabrisas estrellado le confirmó la sospecha y salió de ahí como mejor pudo, se arrastró hasta sentir el marco de la ventana en la punta del pie e intentó levantarse inútilmente. No quería voltear porque encontraría su pierna desforrada de músculo casi por completo, perdía sangre conforme avanzaba, tiñendo el pasto seco. “No así,” murmuró, “no aquí, todavía tengo que volver”.
Alexander contempló el destello carmín del labial antes de levantar la vista y recibir la mirada fulminante de su esposa, no pudo sino turbar el semblante. Verlo inmóvil le devolvió la voluntad a Beatriz para irse. No la siguió. Esperó nervioso hasta que finalmente sonó el teléfono. La encontraron a la orilla del camino con la humareda detrás de ella. “Sigues enojada conmigo, ¿verdad?” Pero ni entre la intimidad obligada del hospital le respondió. Era cuestión de tiempo para que despertara, o eso dijeron los médicos, las enfermeras y sus amigos, él creía lo contrario, por eso esperó e intentó detenerla como no hizo en la mañana. Unas semanas después el padre de Beatriz lo convenció de retomar su vida, su trabajo, el sueño, pero antes de acostarse escuchó la brisa detrás de sus orejas y, a las tres de la mañana, recibió el primer beso de su mujer.
El reloj estalló contra la pared pero Alexander todavía escuchaba el mecanismo marcando los segundos junto a su oreja. Eran casi las tres y media cuando decidió servirse un trago, estaba por abrir la puerta cuando sintió una respiración fría recorrerle la nuca. No quería voltear pero alcanzó a ver un reflejo en el picaporte. El silencio lo abrumó. La tensión le gobernaba la espalda, se le tensaban los hombros cuando nuevamente la brisa le penetró el cuello en descenso hasta sentirla en el corazón. Apretó los ojos esperando despertar, negó con la cabeza antes de abrirlos y encontrar la mirada fulminante de Beatriz frente a él. Le impidió escapar por la puerta, lo empujó con sus ojos fríos de regreso.“Triz…” dijo mientras retrocedía incrédulo hacia el buró, pero ya había aventado el reloj contra la pared, se quedó quieto, dejándose absorber por el miedo y la rabia del espectro ceñido a él, esperando, pero igual que aquel lejano día, Beatriz permaneció callada con el arma del silencio a su favor. Lágrimas de impotencia comenzaron a brotar en los ojos de ambos. “¿Esto es lo que quieres? ¿Volverme loco así, diciéndome nada? ¿Torturarme con tu presencia? ¡¿Qué quieres, Beatriz?!” Entonces sintió un relámpago de electricidad que le recorrió el interior y recobró el dominio de su cuerpo, olvidó con quien hablaba y avanzó unos pasos sin terminar de acercarse a ella.
“Ya no sé si estoy despierto o no, Triz, ni quien de los dos tiene el control. Conforme pasan los días me siento más pequeño, como un gato dentro de una caja. Ni siquiera recuerdo si de verdad tuviste el accidente y sigues en el hospital o simplemente me dejaste y mi cabeza intenta justificarlo con eso… Tengo miedo, Triz, háblame, por favor, ¿cuál de las dos ocurrió?” Lágrimas cayeron desde las cuatro cuencas hasta la alfombra gris que las absorbía por igual. Alexander pensaba de niño que los fantasmas no podían llorar, pero los ojos de su esposa le confirmaron lo contrario, conmovido soltó una carcajada, continuó drenándose intensamente. Beatriz lo observó desde la puerta pero Alexander clavó los ojos en las sábanas, desde su primer día viviendo juntos tenía el arma que le heredó su abuelo bajo su lado del colchón. “Solamente quería dormir bien para volver contigo y suplicarte perdón en cuanto despertaras”.
El disparo se llevó a Alexander pero Beatriz, como no pudo antes, se quedó con él, esperando que la alcanzara.
Interlatencias Revista
noviembre 2022
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