top of page

La Fórmula Secreta

  • Foto del escritor: Interlatencias
    Interlatencias
  • 29 ago 2021
  • 2 Min. de lectura


Los sesenta fueron tiempos de cambio para México y el mundo, producto de los movimientos socioculturales que se daban a lo largo y ancho del globo, deviniendo en una actualización ideológica juvenil. Como resultado de este ímpetu surge un nuevo cine nacional cansado de las arquetípicas cintas que por mucho tiempo acapararon el pensamiento colectivo y que encasillaron al país como un lugar rural lleno de dicha en la miseria. Sin embargo, la realidad era otra: la ciudadanía enfrentaba cambios, miserias y una pobreza que carcomía las calles con un frenesí apabullante.


El cine, además de fungir como un medio de entretenimiento, abarca diferentes facetas entre las que se encuentra la documentalista. Es en este ámbito donde surge el primer concurso de cine experimental convocado por el STPC (Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica), en el cual los participantes buscaron retratar el México moderno, alejado de los charros, las serenatas y el romanticismo de la pobreza.


El ganador de dicho certamen fue Rubén Gámez con su mediometraje La Fórmula Secreta, también conocida como “Coca Cola en la Sangre”, donde con un corte avant-garde, entrega un retrato del pueblo mexicano que pelea por buscar su identidad.


Con una narrativa fragmentada, Gámez hace una demanda hacia diferentes sectores y rostros del país, pero son la iglesia y la industria los que se ven más cuestionados, abarcando también la existente pero ignorada marginalidad que siempre ha cobijado a los desfavorecidos.


El filme desde sus primeros minutos muestra y cuestiona la idiosincrasia mexicana; actos tan cotidianos como cargar costales en una jornada laboral o un hombre en un pueblo sin nombre adquieren un nuevo significado al convertirse en alegorías de la identidad nacional. El lente de la cámara se vuelve testigo de la indiferencia que como pueblo tenemos hacia nosotros mismos.


Acompañado de un texto escrito por Juan Rulfo y narrado por Jaime Sabines, la cinta nos sitúa en un templo con primeros planos de figuras de ojos grandes que, en vez de transmitirnos paz o tranquilidad, parece que nos juzgan sin antes conocer nuestros pecados.


A lo largo de sus 42 minutos de duración, Rubén Gámez aborda la fe ciega de la sociedad, el abuso de poder de una iglesia indiferente a los problemas sociales, y el ególatra comportamiento humano hacia la naturaleza.



Gámez habla de una nueva intervención norteamericana que cambia las armas de fuego por un capitalismo aún más devastador de lo que fueron sus Little Boy y Fat Man para Hiroshima y Nagasaki.


El título original de la cinta iba a ser “Coca Cola en la Sangre”, y podemos interpretar la intención de su creador por nombrarla así: el director mexicano veía cómo la transfusión sanguínea era sustituida por el elixir gringo embotellado que hasta nuestros días adorna la mayoría de las mesas mexicanas con su etiqueta roja y color característico.


Lamentablemente esta película es una premonición de lo que hoy se ha convertido en el camino hacia una sociedad agringada que difícilmente recuerda sus raíces y hace oídos sordos a sus problemáticas.


Hoy en día somos un pueblo que ante la sociedad muestra un rostro que pelea por ser equitativo e igualitario, por eliminar barreras que durante mucho tiempo nos han asediado, pero que cuando alguien extiende la mano para pedir ayuda, la mayoría prefiere quitarse y seguir con su camino.



 

Interlatencias Revista

agosto 2021

  • Blanco Icono de Spotify
bottom of page